En FAMILIA

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André Frossard: Dios existe y yo me lo encontré

 

Ateo   por la familia, encontró la fe en un instante André Frossard nació en   Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y   ministro durante la III República y primer secretario general del Partido   Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a   los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino,   en la que entró ateo y salió minutos más tarde «católico, apostólico y   romano».
Ateo   perfecto, pues no se planteaba el problema de Dios El ateísmo en André   Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más   contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: «Eramos   ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos   militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las   reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente   igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de   Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado   mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que   negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el   problema. (…)
El   mundo: material y explicable Dios no existía. Su imagen   o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa.   Nadie nos hablaba de Él. (…) No había Dios. El cielo estaba vacío; la   tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas   caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales.   Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en   absoluto Dios.
«Si   a los veinte años quiere creer… « ¿Necesito decir que no   estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían   decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años,   si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión   sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los   veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y   tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente   por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más   tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna   tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…
Su   dormitorio Mi padre era el secretario   general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el   día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un   retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del   programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.
Fascinado   por Marx Karl Marx me fascinaba. Era   un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había   en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre   de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño.   (…)
Día   para el aseo El domingo era el día del   Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas,   que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de   otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del   arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un   cocimiento de manzanilla…»
Navidad   sin sentido En Navidad, las campanas de   los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como   un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos   nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la   mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.
La   fiesta de nadie Pero ni el moscatel de   Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora.   La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de   guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos,   una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.
Sus   padres unidos por el socialismo Entre las izquierdas la   política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más   hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis   padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso,   había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero,   con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz   admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al   socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no   comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no   imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia.   La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del   matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener   fin, no había tenido comienzo.
La política llenaba la vida familiar Mi madre vendía al pregón   el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi   padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la   miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…)
Jesucristo   hubiera sido de los suyos Rechazábamos todo lo que   venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de   Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante   parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de   destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los   nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos,   y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en   todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su   aparato de represión».
Encontró   a Dios sin buscarlo Pero sin tener mérito   alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en   recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró:   «Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y   el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.
Como una sorpresa imprevista Me lo encontré   fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de   aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París,   viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese   los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.
Bastaron   cinco minutos Fue un momento de estupor   que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la   tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las   cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
…   y una alegría inagotable Habiendo entrado allí   escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más   que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni   siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde   hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de   la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde,   «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y   arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Una   transformación instantánea y total Al entrar tenía veinte   años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a   sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía   suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad,   sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo.   Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales   en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres   habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
En   absoluto fue un proceso No me oculto lo que una   conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de   chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que   prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que   aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana.   Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo,   no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una   brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o   lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible   describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en   cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una   especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no   iba a él y me lo encontré. (…)
No intervino en su conversión Nada me preparaba a lo que   me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a   menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí,   como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado   papel alguno en mi propia conversión. (…)
Alarma   familiar Ese acontecimiento iba a   operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi   manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter   y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.
No   había que inquietarse Se creyó oportuno,   suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen   socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme   indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la   «gracia», dijo, un efecto de la «gracia» y nada más. No   había por qué inquietarse.
Según el médico, curaría de la enfermedad en un par de años Hablaba de la gracia como   de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente   reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón.   ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la   curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado,   duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había   más que tener paciencia.
Sólo se le prohibió el proselitismo Se me toleraría mi capricho   religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me   rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor.   Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también,   bastantes años después de ella».
Best-seller mundial Frossard escribió el libro   de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran   Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en   un best-seller mundial.
Intelectual católico incluyente En 1985 fue elegido miembro   de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en   1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales   católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

André Frossard. Dios existe. Yo me lo   encontré.

 

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